Y hete aquí que me encuentro con sangre nueva. Un nuevo barman controla aquel lado de la barra, esa otra parte oscura y laboriosa donde preparan y sirven las ambrosías que disfrutamos a este lado, el de los parroquianos de a pié. Parece un hombre curtido en mil tabernas, lidiado en cuatrocientas plazas. Tiene la cara labrada por el tiempo y el trabajo y los ojos vivos de haber visto mucho y callado otro tanto.
—Me alegro de ver a alguien nuevo. Me gustan las novedades —le digo nada más entrar.
—Siento contrariarle, señor, pero yo ya paso de los cincuenta. —Me responde con una mueca, casi una sonrisa. - Sólo soy nuevo aquí, en esta barra.
—Sí, yo tampoco soy ya un chaval —añado a modo de disculpa.
—Mi nombre es Quintanilla, ¿quiere Usted un café? —con un gesto rápido y automático ya ha puesto un servicio de café en la barra. En la mano tiene un sobre de sacarina y otro de azúcar.
—Sí, por favor. Con leche y en vaso corto... —aún no he terminado de decir la frase cuando, tras escrutar mi mirada unos instantes, suelta el sobre de sacarina en el plato y se deshace del sobre de azúcar. —Sí, con sacarina, gracias —acierto a balbucear, sorprendido.
Quintanilla me puso un café magnífico aquella tarde. Se notaba que conocía su oficio y eso que yo aún no sabía que aquel extraño me proporcionaria grandes satisfacciones en los siguientes años, magníficas tardes de agradable e inteligente conversación, puntos de vistas sobre la vida, las personas, el mundo y sus demonios... y un buen café.
Me gustan las novedades, pero la que encontré al irme me dejó un mal sabor de boca. Un regusto un poco más amargo que el del propio café:
—Señor, es un euro veinte. Ha subido.
Esta obra está licenciada por Joaquín Romero Zambrano, bajo una Licencia Creative Commons como
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