Ocurrió en la primera semana de octubre, creo, aquella tarde que llovió tanto. El agua formaba una cortina espesa que lo cubría todo y a mí me llamó la atención que alguien se atreviera a llegar al bar en moto, con la que estaba cayendo.
Desde la ventana que había
junto a mi mesa pude verte con tu chubasquero naranja y tu casco negro. En una
maniobra que ejecutaste con esa maestría que solo se adquiere mediante la
repetición, afianzaste tu moto en su pata de cabra y retiraste las llaves del
contacto. Era una máquina singular, una Yamaha
DragStar 650, una de mis favoritas, que lucía, a ambos lados del
depósito, una curiosa pegatina de colores llamativos que no acerté a descifrar.
De un salto te pusiste a
resguardo en la puerta del bar, te quitaste el casco con un movimiento
extrañamente femenino y entraste adueñándote de aquel salón, ondulando el
tiempo y el espacio con tu melena color caramelo. Cruzamos nuestras miradas un
instante. Seguro que te llamó la atención mi… Bueno, puede que algo en mí te
llamara la atención. Lo cierto es que, en cada paso tuyo hasta la barra, tus
tirabuzones parecían decir: «corre, ven a mí», pero tu desdén y tu paso marcial
y decidido parecían insinuar: «corre, huye de aquí». Aquel día yo no fui capaz
de hacer ninguna de las dos cosas y, mientras tú tomabas una Coca-cola en la barra, yo me quedé mirando
tu Yamaha por la ventana, tan hermosa, tan dócil, tan mojada…
Durante las siguientes
semanas estuve observándote, midiendo el terreno. Te veía llegar siempre en tu moto
y me admiraba del buen equipo que formabas con ella. Cuando te bajabas, lo
hacías con elegancia pero mostrando una autoridad, un dominio… En el bar todos
lo comentaban.
Siempre la dejabas muy cerca
de la entrada y, como yo aún no me sentía preparado para abordarte con alguna
excusa apropiada al caso o algún comentario minuciosamente improvisado e
inocente, me conformaba con la contemplación. No me perdía detalle, ni de ti ni
de tu Yamaha. Sus formas redondeadas y su color negro, en contraste con el asfalto
gris de la calle, parecían hablar de ti. Era como si te anunciaran para que los
demás supiéramos, en avance, lo que podía esperarse de una mujer como tú, de
una auténtica amazona. Tu figura quedaba reflejaba en el cromado de su escape y
de sus defensas de acero, en los flecos de piel de los puños, incluso en la
pegatina que llevabas en el depósito. Ya vi que era un ave. Un pájaro
multicolor sencillamente impresionante, aunque ignoro de qué tipo, quizás
tropical. Estamos todos intrigados… Yo estoy intrigadísimo.
Los días se sucedían
trayendo el regalo repetido de tu llegada, tu hermosa moto, tu Coca-Cola en la barra, tu melena ondulada
llenándolo todo… También nuestro cruce de miradas se repetía, pareciéndome cada
vez más cómplice y más sugerente.
Pero cuando te marchabas y
el rugido de tu potente motor iba apagándose en los ecos de la calle, aún
tardaba unos minutos la realidad en volver a enfriarlo todo, a regañadientes,
retornando poco a poco cada cosa a su sitio.
Hasta que por fin pude
hablarte.
Fue algún tiempo después,
sobre mediados de noviembre, calculo. Era por la mañana. Yo había entrado a
tomarme un café y te vi llegar por la misma ventana que el primer día. Venías a
lomos de tu flamante DragStar,
como siempre, y apareciste con
una cazadora negra ajustada y unos vaqueros no menos ajustados. No llevabas el
casco puesto. De haber sido así te habría denunciado por privarnos al resto de
los mortales de la visión de tu melena jugueteando con el viento.
—¡Hola! ¿Qué pájaro es ése
que llevas en la moto? —¡tierra trágame!, pensé. ¿Pero qué estás hablando? ¿Qué
pájaro ni qué niño muerto?
—Perdona, ¿nos conocemos?
—me dijiste educadamente—. ¿Has venido hasta aquí para preguntarme eso?
Inmediatamente, apuraste de
un trago tu refresco y comenzaste a caminar hacia la salida con el casco en una
mano y un manojo de llaves en la otra. Mi cerebro se disparó a más de cien
pensamientos por minuto, algunos, incluso, sin relación alguna con el tema que
tenía entre manos.
—No, no. Yo quería decirte
que… —mis palabras consiguieron detenerte antes de que cruzaras la puerta y
hasta te giraste para escucharme— Quería decirte que tu moto pierde aceite. He
visto que deja siempre una mancha en el suelo y puede ser de la junta del
cárter —las piernas me temblaron un poco, pero ya tenía que terminar lo que
había empezado—. Yo que tú me lo haría mirar…
Por un momento te quedaste
mirándome en silencio. Algo en mí había conseguido, en aquel instante, dejarte
como hipnotizada, pero ya nunca sabré qué fue porque, desde la puerta, tus
labios dibujaron una educada sonrisa mientras decías:
—Es un tucán… La pegatina
del depósito: es un tucán.
Y desapareciste de mi vida
para siempre.
Esta obra está licenciada por Joaquín Romero Zambrano, bajo una Licencia Creative Commons como
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