[026] La moto del tucán

Ocurrió en la primera semana de octubre, creo, aquella tarde que llovió tanto. El agua formaba una cortina espesa que lo cubría todo y a mí me llamó la atención que alguien se atreviera a llegar al bar en moto, con la que estaba cayendo.

Desde la ventana que había junto a mi mesa pude verte con tu chubasquero naranja y tu casco negro. En una maniobra que ejecutaste con esa maestría que solo se adquiere mediante la repetición, afianzaste tu moto en su pata de cabra y retiraste las llaves del contacto. Era una máquina singular, una Yamaha DragStar 650, una de mis favoritas, que lucía, a ambos lados del depósito, una curiosa pegatina de colores llamativos que no acerté a descifrar.
De un salto te pusiste a resguardo en la puerta del bar, te quitaste el casco con un movimiento extrañamente femenino y entraste adueñándote de aquel salón, ondulando el tiempo y el espacio con tu melena color caramelo. Cruzamos nuestras miradas un instante. Seguro que te llamó la atención mi… Bueno, puede que algo en mí te llamara la atención. Lo cierto es que, en cada paso tuyo hasta la barra, tus tirabuzones parecían decir: «corre, ven a mí», pero tu desdén y tu paso marcial y decidido parecían insinuar: «corre, huye de aquí». Aquel día yo no fui capaz de hacer ninguna de las dos cosas y, mientras tú tomabas una Coca-cola en la barra, yo me quedé mirando tu Yamaha por la ventana, tan hermosa, tan dócil, tan mojada
Durante las siguientes semanas estuve observándote, midiendo el terreno. Te veía llegar siempre en tu moto y me admiraba del buen equipo que formabas con ella. Cuando te bajabas, lo hacías con elegancia pero mostrando una autoridad, un dominio… En el bar todos lo comentaban.
Siempre la dejabas muy cerca de la entrada y, como yo aún no me sentía preparado para abordarte con alguna excusa apropiada al caso o algún comentario minuciosamente improvisado e inocente, me conformaba con la contemplación. No me perdía detalle, ni de ti ni de tu Yamaha. Sus formas redondeadas y su color negro, en contraste con el asfalto gris de la calle, parecían hablar de ti. Era como si te anunciaran para que los demás supiéramos, en avance, lo que podía esperarse de una mujer como tú, de una auténtica amazona. Tu figura quedaba reflejaba en el cromado de su escape y de sus defensas de acero, en los flecos de piel de los puños, incluso en la pegatina que llevabas en el depósito. Ya vi que era un ave. Un pájaro multicolor sencillamente impresionante, aunque ignoro de qué tipo, quizás tropical. Estamos todos intrigados… Yo estoy intrigadísimo.
Los días se sucedían trayendo el regalo repetido de tu llegada, tu hermosa moto, tu Coca-Cola en la barra, tu melena ondulada llenándolo todo… También nuestro cruce de miradas se repetía, pareciéndome cada vez más cómplice y más sugerente.
Pero cuando te marchabas y el rugido de tu potente motor iba apagándose en los ecos de la calle, aún tardaba unos minutos la realidad en volver a enfriarlo todo, a regañadientes, retornando poco a poco cada cosa a su sitio.
Hasta que por fin pude hablarte.
Fue algún tiempo después, sobre mediados de noviembre, calculo. Era por la mañana. Yo había entrado a tomarme un café y te vi llegar por la misma ventana que el primer día. Venías a lomos de tu flamante DragStar, como siempre, y apareciste con una cazadora negra ajustada y unos vaqueros no menos ajustados. No llevabas el casco puesto. De haber sido así te habría denunciado por privarnos al resto de los mortales de la visión de tu melena jugueteando con el viento.

Aparcaste junto a mi coche y llegué a pensar que aquello podría ser algún tipo de presagio. Me convencí a mí mismo de que el destino estaba tejiendo uno de sus trucos, entrelazando esos flecos que a menudo forman los detalles secundarios, esos pequeños sucesos con los que el hado construye los grandes acontecimientos de la vida de las personas. Con la idea de que, a lo mejor, yo podría poner algo de mi parte, aparqué mis miedos, me armé de valor, me quemé la garganta al intentar acabar de un golpe el resto de mi café y me levanté de la mesa. Crucé el salón con toda la seguridad que fui capaz de reclutar y, al llegar a donde tú estabas, una sensación de presión desagradable en los dedos me hizo darme cuenta de que mi mano derecha aún sostenía con fuerza la taza de café vacía, así que tuve que improvisar un elegante movimiento de brazos para depositarla graciosamente en la barra mientras mis labios… ¡Dios!, mis labios ya estaban empezando a dirigirte la palabra.
—¡Hola! ¿Qué pájaro es ése que llevas en la moto? —¡tierra trágame!, pensé. ¿Pero qué estás hablando? ¿Qué pájaro ni qué niño muerto?
—Perdona, ¿nos conocemos? —me dijiste educadamente—. ¿Has venido hasta aquí para preguntarme eso?
Inmediatamente, apuraste de un trago tu refresco y comenzaste a caminar hacia la salida con el casco en una mano y un manojo de llaves en la otra. Mi cerebro se disparó a más de cien pensamientos por minuto, algunos, incluso, sin relación alguna con el tema que tenía entre manos.
—No, no. Yo quería decirte que… —mis palabras consiguieron detenerte antes de que cruzaras la puerta y hasta te giraste para escucharme— Quería decirte que tu moto pierde aceite. He visto que deja siempre una mancha en el suelo y puede ser de la junta del cárter —las piernas me temblaron un poco, pero ya tenía que terminar lo que había empezado—. Yo que tú me lo haría mirar…
Por un momento te quedaste mirándome en silencio. Algo en mí había conseguido, en aquel instante, dejarte como hipnotizada, pero ya nunca sabré qué fue porque, desde la puerta, tus labios dibujaron una educada sonrisa mientras decías:
—Es un tucán… La pegatina del depósito: es un tucán.
Y desapareciste de mi vida para siempre.




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Esta obra está licenciada por Joaquín Romero Zambrano, bajo una Licencia Creative Commons como



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